29 de febrero de 2012

Resbaladizo

 Cada escalón del metro me alejaba más de la traición. Ya no sabía si me habían traicionado o si me había traicionado. Paradójico como ir hundiéndome bajo el suelo elevaba mi consciencia. Tranquila iba abandonando el hilo que me ataba a esta absurda realidad, a este absurdo mundo.
No paraba de cuestionarme como los golpes más duros me producían semejante reacción, semejante paz, como si no necesitase más placer que el propio dolor, que la propia realidad agitando duramente mis fantasías.  Todos podían gozar las nubes. Otros estábamos destinados a morder la tierra, imposible subir más alto, imposible sostenernos; éramos la alta densidad cayendo por el frágil aire. Solo teníamos una oportunidad, una ventaja: la seguridad de pisar tierra firme, por más dura que ésta estuviese.

28 de febrero de 2012

Cuantas veces no me perdería entre la nada, libreta en mano, como si las horas no tuviesen límites, como si mi vida no tuviese otro propósito.

27 de febrero de 2012

I spent all time inside my doubts. Ignore, don’t let destiny pass. Those were the rules, that was my decision. I was condemned. My punishment was strangely developed, I wasn’t living my life. Which was my crime? Have this sentence a reason? I definitely was the prisoner, the prison and the judge. I need no enemies, could do everything by myself, could doubt everything, couldn't let time going by, could go on with that…  

Living my rules, ruling my life.
Donde el cielo y el suelo confluyen, lo ambiguo se convierte en necesario.

20 de febrero de 2012

Lo previsible ya me aburre, pero le pertenezco.

Intermitente

No quiero pensar qué quiero, ni evaluar los pros y los contras. No quiero escoger pensando qué me beneficia, qué me perjudica, qué pasará, pues no soy quien para hacerlo. No quiero taparme los oídos para no oír lo que el instinto me dice, lo que sé, lo que hay, lo que siento. Quiero ser fuerte, escucharlo y seguirlo aunque me diga todo lo que no quiero ver.
No voy a colorear las situaciones, si están vacías lo están y yo no modifico ni el tiempo ni el espacio. No voy a sonreír más gilipolleces, ni a decirle hola a un adiós. Que no me toque más la corriente, no nadaré ni en contra ni a favor; ya no pertenezco un río y estando fuera de él, ¿porqué debería lanzarme?
Tal vez pararme a ver la velocidad del entorno, quieta, y tocarlo para saber si es real. Porque la realidad que vemos no es la realidad que hay; existe algo más, más allá de lo que nos trazan, más allá de lo que delimitan, dibujan, te imponen... La realidad reducida te reduce a ti a nada.
Intermitente, poco constante, lo ambiguo te posee mientras nadas en ríos de mentiras. La única realidad que hay la tengo dentro y la seguiré ausente a lo de fuera, que tan inverosímil es, que me hizo dudarlo todo y anular mis respuestas. Las que ya tenía, las respuestas que me dio aquella persona a la que no le importaba como le quedaba un vestido o si iría al cine esta misma tarde, a la que le daba igual el tacto porque no lo tiene, a la que le daba igual la vista, la oída, el gusto... a la que no le importaba el placer ni la euforia, porque anhela la tranquilidad y la armonía; la que no vestía extremos porque estaba en la coordenada exacta. La que no es de aquí, la que no quiere nadar.

El Árbol de la Ciencia

Andrés siempre se ha debatido entre pensar, contemplar y reflexionar o actuar, vivir la vida e intervenir. El título de la obra remete a un personaje del génesis (Adán y Eva), que se encuentran con el árbol de la vida y el árbol de la ciencia. El saber es solo para los dioses, si el hombre intenta ser como dios, acabará mal.
La desmesura por saber conlleva la infelicidad.
Andrés, en cambio, siempre pretende encontrar un sentido filosófico y científico a todo lo que sucede para que la vida cobre sentido. Ese es su error, la causa de su suicidio.

13 de febrero de 2012

Tal vez haya vías más fáciles, pero ésta es la que me toca seguir a mí.

8 de febrero de 2012

Querer coger el viento con las manos y verme arrastrada por él

Mi estridente percepción de la realidad no me dejaba vivir tranquila. Estaba arraigada a ella, que ni tan buena era, ni tan mala, simplemente era, y no como me la habían descrito. Entonces solo quería tener los pies en el suelo de una manera tan consistente que mis zapatos penetrarían la misma tierra. Mi huida del autoengaño tenía una simple razón: alejarme del dolor.
Yo siempre sufría daños, engañada o sin engañar, siempre, porque cuando estaba en las nubes sabía que la gravedad de la vida me haría caer, y cuando rascaba la arena no me gustaba lo que veía. Mi propia naturaleza me obligaba a hacerlo, a ser de esta forma, estaba codificado en mi carácter, codificado en lo más profundo de mi genética, tenía que ser así y lo era.
Entonces con este comportamiento estaba  anulando constantemente el flujo de mi vida, poniendo muros sobre el hilo de lo que el destino quiere. Condicionando, condicionándome, meditando y premeditando todo lo que tenía que romper de mi realidad. Radical, cobarde, todo lo necesitaba tener bajo mis brazos, bajo mi control: lo real, lo espontáneo, lo inevitable. Desesperada vería como mis dedos arañaban el fin de esa posesión, el anhelo de un imposible, el control de mi incontrolable vida.
Querer coger el viento con las manos y verme arrastrada por él, el peor de los movimientos. Porque la brisa solo existe para los que las nubes habitan, para los ligeros a los cuales la gravedad no afecta.

7 de febrero de 2012

El tren de los heridos - Miguel Hernández



Silencio que naufraga en el silencio
de las bocas cerradas de la noche.
No cesa de callar ni atravesado.
Habla el lenguaje ahogado de los muertos.

Silencio.

Abre caminos de algodón profundo,
amordaza las ruedas, los relojes,
detén la voz del mar, de la paloma:
emociona la noche de los sueños.

Silencio.

El tren lluvioso de la sangre suelta,
el frágil tren de los que se desangran,
el silencioso, el doloroso, el pálido,
el tren callado de los sufrimientos.

Silencio.

Tren de la palidez mortal que asciende:
la palidez reviste las cabezas,
el ¡ay! la voz, el corazón la tierra,
el corazón de los que malhirieron.

Silencio.

Van derramando piernas, brazos, ojos,
van arrojando por el tren pedazos.
Pasan dejando rastros de amargura,
otra vía láctea de estelares miembros.

Silencio.

Ronco tren desmayado, enrojecido:
agoniza el carbón, suspira el humo
y, maternal la máquina suspira,
avanza como un largo desaliento.

Silencio.

Detenerse quisiera bajo un túnel
la larga madre, sollozar tendida.
No hay estaciones donde detenerse,
si no es el hospital, si no es el pecho.

Para vivir, con un pedazo basta:
en un rincón de carne cabe un hombre.
Un dedo solo, un solo trozo de ala
alza el vuelo total de todo un cuerpo.

Silencio.

Detened ese tren agonizante
que nunca acaba de cruzar la noche.

Y se queda descalzo hasta el caballo,
y enarena los cascos y el aliento.