Mi estridente percepción de la realidad no me dejaba vivir tranquila. Estaba arraigada a ella, que ni tan buena era, ni tan mala, simplemente era, y no como me la habían descrito. Entonces solo quería tener los pies en el suelo de una manera tan consistente que mis zapatos penetrarían la misma tierra. Mi huida del autoengaño tenía una simple razón: alejarme del dolor.
Yo siempre sufría daños, engañada o sin engañar, siempre, porque cuando estaba en las nubes sabía que la gravedad de la vida me haría caer, y cuando rascaba la arena no me gustaba lo que veía. Mi propia naturaleza me obligaba a hacerlo, a ser de esta forma, estaba codificado en mi carácter, codificado en lo más profundo de mi genética, tenía que ser así y lo era.
Entonces con este comportamiento estaba anulando constantemente el flujo de mi vida, poniendo muros sobre el hilo de lo que el destino quiere. Condicionando, condicionándome, meditando y premeditando todo lo que tenía que romper de mi realidad. Radical, cobarde, todo lo necesitaba tener bajo mis brazos, bajo mi control: lo real, lo espontáneo, lo inevitable. Desesperada vería como mis dedos arañaban el fin de esa posesión, el anhelo de un imposible, el control de mi incontrolable vida.
Querer coger el viento con las manos y verme arrastrada por él, el peor de los movimientos. Porque la brisa solo existe para los que las nubes habitan, para los ligeros a los cuales la gravedad no afecta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario