Dicen que todos tenemos un ángel. Un ángel de la guardia.
Y lo definen, y lo ves: con alas, esquivando tus pupilas e imposible a tu mirada. Te protege, te quiere y te salva. Dicen que lo tienes desde que naces, que siempre es el mismo. Y lo vuelves a imaginar; un traje blanco, ojos azules, tal vez de tez pálida también y para algunos más románticos, con un aro en la cabeza.
Yo hoy lo he visto, yo hoy lo he tocado. El mío es singular o mejor aún: único. Tiene el pelo negro como el carbón, y unos insignificantes ojos oscuros que no dicen nada en su cara. Él, el típico vestido blanco lo deja negro y olvidado por allí donde pasa, o lo rompe, o lo quema. Mi ángel es un despistado, es más, en cambio de estar protegiéndome día y noche, se pasa todo el fin de semana durmiendo y cuando llega a casa, no dice ni “hola” y se va directo a dormir.
En definitiva, mi ángel es un desastre, pero yo no me voy a quejar, porque a diferencia del resto del mundo, hace diecisiete años que lo palpo, diecisiete que lo aguanto. Él es mi ángel, ya podéis tener envidia.
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